Esta es una historia de amor, pero no de cuento. ¿Qué va? Si la vida fuera un cuento, no estaría contando esta historia. Todo comenzó un día de junio en que el universo conspiró. Él, marinero de alma. Más que marinero, capitán -pero de su vida, porque al velero le faltaban el mástil y las velas- y docente, de profesión. Yo, aprendiz de la vida, consejera de amigas y amigos que lo necesiten y abogada sin vocación, devenida en una entusiasta estudiante de coaching a punto de certificar.
Mis seis vidas
Si tuviera que elegir un animal para identificarme, diría que soy un gato. Observando el comportamiento de estos felinos, pude concluir que inspiran independencia y exhalan curiosidad. Ellos van por la vida -o por el departamento- probando, como si lo hicieran por primera vez, que la ley de gravedad existe. No resisten ver un objeto sobre la mesa sin arrojarlo al suelo. También necesitan que les demuestre mi amor. Vienen a recordármelo especialmente cuando estoy leyendo o usando la laptop. Pero lo que más admiro de ellos, es que sólo aparecen cuando se les da la gana. No cuando yo los llamo.
Así es como morí cinco veces, que son las que se me rompió el corazón, hasta que en esta, mi sexta vida, que se inició en el período 2019 d.C. (después del Coaching), el marinero me hizo conocer el amor. Nuestras anécdotas despertaban intriga en los contextos más inesperados (pasillos, escaleras, reuniones de oficina, salas de maestros, grupos de whats app o fiestas vecinales en las que participé sin ser vecina). El marinero y yo, juntos, teníamos la fuerza necesaria para propulsar un satélite al espacio. Los dos nos dimos cuenta de ello desde nuestra primera conversación.
Un día lo cité en un bar. Luego de más de una hora de hablar de bueyes perdidos, con Ganesha de fondo pintado en la pared, tomé valor -mejor dicho, un trago de alta graduación alcohólica- y le dije: “Tengo una tormenta adentro y creo que vos la causás. Cada vez que hablamos mis ideas son más claras y siento confianza en mí para lograr mis objetivos. Nos potenciamos, yo te doy mi energía y vos me das a mí la tuya”. Y él respondió: “Nosotros vibramos juntos, vos me inspirás libertad y me hacés sentir vivo”. Y ahí nomás me lanzó la primera lección: “La confianza está adentro tuyo, no necesitás de mí ni de nadie para sentirla”.
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Estar conmigo para estar con vos
Nuestra conexión era evidente. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, brillaban nuestros ojos y sonreíamos. Nuestras almas se perseguían, pero aún no era el turno de que se unieran nuestros cuerpos. Él tenía otros compromisos que decidió cumplir y yo, una consciencia que no me permitió avanzar, aunque nuestros vientos esa noche alcanzaban el nivel del huracán Matthew. Dos meses transcurrieron hasta que por fin llegó el primer beso. El marinero se adentró en mi tempestad. Y cada ola de nuestro mar, se elevaba hasta llegar al punto más alto, para luego desarmarse y dar lugar a otra ola. Nos divertíamos, entendíamos y teníamos importantes planes juntos -como ser millonarios y esas cosas-.
A él le asustaba mi felicidad. En cambio yo, podía oler una profunda tristeza escondida en algunas de sus miradas y carcajadas.
– Es que yo soy una persona feliz –le dije una noche, tendidos en la cama- pero más feliz soy cuando estoy con vos.
– Me estoy dando cuenta de que no puedo estar solo, dijo él. A lo que le respondí:
– Aprender a estar conmigo, fue la mejor decisión que tomé en mi vida. Ojalá puedas hacerlo, descubrirás un mundo nuevo.
– ¿Cómo podés ser tan feliz? Me preguntó. Lo miré a los ojos con ternura y le dije:
– Es que me entrego al presente. Como nada es permanente y todo se transforma, sé que esta relación se puede terminar o cambiar y, si eso sucede, me dolerá por un tiempo, pero luego volveré a estar bien y podré dar amor otra vez porque ya no tengo miedo, porque sé que me tengo a mí.
Así comprendí que emprenderíamos diferentes rumbos, solo era cuestión de tiempo. Pronto llegó el día en el que las olas parecieron desvanecerse por completo, si no fuera por nuestras charlas semanales en el banco móvil de aquel parque, con abrazo fraterno incluido. Durante algún tiempo permanecí en estado de alerta, con la expectativa de volver a coincidir. Esa espera me generaba ansiedad y me sacaba completamente de mi eje.
Tienes un e-mail
Había quedado atrapada en el no-tiempo de nuestros encuentros más bellos, pero él ya no estaba ahí. Luego de llorar un sábado entero, decidí despedirme escribiéndole una carta -mejor dicho un mail, para que suene más millenial-. Hubiera escrito «amor» en el asunto, pero me resultó muy cursi. Mientras las lágrimas bajaban como un torrente por mis mejillas, tipeaba lo siguiente:
“Hola marinero. Hay cosas que necesito decirte. Quisiera poder verte para hacerlo, pero prefiero escribirlo. Resulta que estoy con muy baja energía. Mi ánimo está por el piso, las horas son interminables en el trabajo y me quedo dormida al llegar a casa. Cada día que pasa me levanto con más cansancio del que me acuesto la noche anterior. No tengo fuerzas para hacer ejercicio ni prepararme comidas saludables y, en consecuencia, me siento la mujer más horrible del mundo. En fin… esto se tornó un círculo vicioso del cual estoy luchando por salir. Salgo de a ratos y hago menos de la mitad de las cosas que me propongo. Quizás es tiempo de dejar de resistirme y aceptar que esto también es parte de mí. Es justamente la contrapartida de la que disfruta al máximo la vida y se quiere a sí misma. Sé que este estado es pasajero, pero depende de mi actitud que así lo sea.
Bueno, voy al hueso. Durante este último tiempo, pude admitir mi deseo infantil de sentirme amada por un otro. En algún momento confundí tus ganas de estar conmigo, con amor. En especial cuando empezamos a vernos. Fue intenso y hermoso. Y cuando comenzaste a alejarte, acepté que nuestra relación se había transformado dejando en nosotros una conexión espiritual que valoro muchísimo. Sé que me estimás, pero no quiero conformarme con eso. Lo que yo quiero es entregarme completamente y solo puedo hacerlo en la medida en que vos estés dispuesto a lo mismo. Varias veces creí escuchar que no querías perderme. Te pregunté qué sí querías, pero no me quedó muy claro.
Y hasta hoy permanecí aquí, disponible para vos. Ahora siento que me estoy perdiendo a mí misma y para recuperar el equilibrio necesito cerrar esta puerta. Está apenas entreabierta, por eso me mantiene como en una vigilia, a ver si se abre del todo o se termina de cerrar. Y eso me detiene. Después de algunos intentos por abrirla, sin éxito, hoy decido ser yo quien la cierra. Esto no es gratuito, porque me implica renunciar a tu escucha y a tu apoyo, lo cual me pone particularmente triste. Ni siquiera sé si es la solución. Lo que sí sé, es que me sacará del lugar en el que estoy y servirá para mi evolución.
Te cuento que también quiero lo ordinario, más de lo que creía. O tal vez me creía extraordinaria para renunciar de antemano a las cosas comunes que ahora admito que anhelo, como besarte, dormir con vos, compartir experiencias juntos, ir al mar, que me pases a buscar en tu auto, o que seas alguien a quien pueda llamar para contarle algún problema cotidiano.
Fuiste magia y fue maravilloso conocer esta ínfima parte tuya. Creo que no nos alcanzaría una vida para descubrirnos, ya que somos dos almas libres.
Soy consciente de que mis propios pensamientos son los que me generan este conflicto. Hay un único hecho y es que estamos en diferentes momentos. Así de simple.
Un abrazo enorme y gracias por todo lo que me enseñaste”.
Un acto de amor hacia mí
Demoré varios minutos en clickear el botón enviar. ¿Realmente quería ponerle fin a mi más bella historia de amor? Entonces pensé ¿Qué hago con mi nueva creencia acerca de que la forma correcta de amar es incondicional? Hacía ya más de un año que venía sosteniéndola. ¡Al diablo! También me amo incondicionalmente a mí. Enter.
De repente, una renovada sensación de esperanza apareció.
Al otro día, mientras leía “Quién se ha llevado mi queso” de Spencer Johnson me vi reflejada en esta frase:
“… Al iniciar el descenso por el oscuro pasadizo sonrió. Todavía no se daba cuenta, pero empezaba a descubrir qué era lo que nutría su alma. Se dejaba llevar y confiaba en lo que le esperaba más adelante, aunque no supiera exactamente qué era…”
Spencer Johnson – fragmento de «Quien se ha llevado mi queso»
Así fue como aprendí que poder decir “adiós” es también un acto de amor. Hacia mí.
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